Parece ser que la anécdota que contábamos fue un caso real, aunque el enclave no fue Paris, sino la igualmente romántica ciudad de Viena. Así que vámonos a la Viena del siglo XIX, concretamente al año 1847.
Sucedió allí que un médico húngaro con un nombre tan poco ostentoso como Ignác Fülop Semmelweis (al que para ahorrarme el trabajo de tecleo de diversos símbolos extraños llamaremos Dr. S.), que otra cosa de él no sabemos, pero que sí que era observador, observó como decíamos, que la cifra de mortalidad entre las parturientas en la clínica donde trabajaba era un poquitín escandalosamente alta, bastante más que la que tenían las comadronas de la zona. Y eso como sabréis no es bueno para la fama de una clínica vienesa, que allí se ve que la gente de la época se fijaba en estas cosas.
Ni corto ni perezoso el buen Dr. S. (qué nombre mecanográficamente tan reconfortante) decidió observar. Y entre sus observaciones cayó en la cuenta de que los estudiantes de medicina y sus profesores tenían la curiosa costumbre de acudir desde la sala de autopsias, donde se entretenían en el gratificante estudio de la anatomía en su salsa, corre que te corre a la sala de partos para atender a quien de sus servicios precisara sin previamente pasar por una pila de agua que de camino les cogía arropándose en la tan manida frase "total, si me voy a manchar otra vez".
Ajajá, dijo el Dr. S. (cómo me alegro de la abreviatura): ya que vamos a perder a la clientela por fallecimiento, por lo menos que no se diga que lo hacemos sin estilo, y mandó a la gente a pasar por la pileta para no pasar por poco aseados, en la cual, ya en un alarde de genialidad, el hombre añadió cloruro de calcio.
Conclusión de este apasionante relato, que ya debéis tener ganas de que acabe: la mortalidad por fiebre puerperal (una manera vienesamente fina de llamar a una infección tras el parto) a base de baños de cloruro cálcico de material, manos y apósitos pasó de casi un 10% a menos de una décima parte (o sea, a una décima parte del 10%, si fuera una décima parte del 100% se hubiera quedado igual y esta historia no tendría mucho sentido, si es que a estas alturas todavía le encontráis alguno).
Como recompensa por sus estudios y por un libro cuyo nombre no me atrevo a tanscribir nuestro ya amado Dr. S. pasó a ostentar una cátedra en la Universidad de Budapest, donde no solo gozó de los habituales odios de sus alumnos, sino de la oposición de la mayor parte de la clase médica contemporánea, no sabemos si porque les sentó mal que se destapara el tema de los cadáveres y de su falta de aseo o si era porque les parecía complicado el nombre del pobre doctor.
Moraleja: Si eres un médico vienés del siglo XVIII de nombre impronunciable, no te pases de listo y dale los méritos a Oliver Wendell Holmes, médico inglés que cuatro años antes ya había publicado lo mismo que tú y así le puedes dar a él la culpa cuando tus colegas te empiecen a mirar mal.
Por cierto que los descubrimientos de estos dos señores cayeron un poquitín en el olvido y hasta que en 1863 Joseph Lister no redujo la mortalidad quirúrgica en un 66% gracias al uso del ácido fénico y que en 1881 Robert Koch introdujo el bicloruro de mercurio al 1 por mil, la cosa no recaló entre la clase médica y científica, en parte también gracias a la identificación de los gérmenes y sus efectos, lo cual ya le daba un cierto rigor al tema, que en esto se ve que los médicos de la época eran muy seguidores de la cortesía: si no me lo presentan debidamente es que no merece mi atención.
Y es que claro, una cosa es darle la culpa a los microbios y otra cosa es llamarte guarro y "que te laves las manos, hombre", que eso no eran maneras.
Y con este breve (¿breve?) episodio histórico-anecdótico-médico le doy toda el mérito a Alberto Carnicero, que más razón que un santo llevaba cuando indicaba que llevaba yo un siglito de nada (y casi dos) de adelanto en mis fechas, y es que a mí los números romanos se me dan fatal.

Un saludo y perdonad el tostón ¿a que ahora ya no se os olvidará el tema?.

PD: Bagusa, como después de esto vea yo en la tele/cine/teatro un duelo en pleno siglo XVIII donde se desinfecten las armas en momentos previos a la escabechina, garantizo que no solo me voy a sentir incomprendido, sino que amenazo con repetirte toda la historia, esta vez en verso.
