Mensaje
por David Nievas » Vie Jun 18, 2004 6:35 pm
Bueno, espero no pasarme posteando esto... Si hay que quitarlo o meterlo en otro post o mandarlo por privado ruego al administrador que me lo diga.
Ahí va
La última carga del cosaco
Hacía un frío de cojones.
Con estas palabras tan poco comedidas reflejó Sergei Tokarev, jinete del tercer regimiento de cosacos del Don, la climatología imperante en el pequeño pueblucho de Nogradenko que estaba ya tan solo iluminado por las últimas luces del día.
Un compañeró rió bajo su fiero mostacho mientras empujaba la puerta de la única y reducida taberna de viajeros del pueblo ruso. Era verdad, hacía un frio de cojones. Dentro, se proyectaban las sombras de las faldas de las busconas de turno (la única chimenea encendida en el centro del apestoso habitáculo brindaba poco abrigo al frio de la taiga), sonrientes al ver entrar a tal panda de bravos y aguerridos jinetes del zar. El día anterior habían reido igual cuando pasaron por el pueblo los franceses.
Andares zambos y corpachones rudos y anchos. Corrió el vodka como el agua, bebida divina que calentaba el cuerpo y el alma del soldado, además de desatarle la lengua (que en tales hombres no suele ser de una parla exquisita, precisamente). Se sucedieron las risas, los abrazos torpes y casi brutales con las mujeres del oficio (que estaban bastante acostumbradas a tales rudezas) y los vasos de vodka. Sergei miró a su compañero, un hombre más bien enjuto pero duro como el sarmiento, de pocas palabras (hasta que bebía demasiado, hay que señalar). Se miraron ambos, muy fijamente y cerca, casi tocando mostacho con mostacho, los ojos entrecerrados. Era la vieja broma de siempre. Levantaron sus copas y las vaciaron de un trago, echando la cabeza para atrás.
El fuego en las entrañas, una recia palmada en la mesa, y el vaso se rompe contra el suelo. La suerte estaba echada
.-¡Spasiva!- bramaron ambos
La vida era puta, se dijo Sergei, recordando de súbito el motivo por el cual estaba allí. Moscú había sido quemada por los franceses, ahora incapaces de soportar el frio invernal, se retiraban derrotados y desmoralizados hacia Prusia. El pueblo quemado. Recordaba bien la tétrica imagen de su pueblo natal, hecho hollín y con los cuerpos muertos desparramadas por la hierba. Un año antes sucedió. Su esposa, sus hijos, todos fueron asesinados por resistir valientemente la entrada de los franceses a la aldea cosaca, un pueblo siempre orgulloso e independiente. Solo el juramento de fidelidad a la corona imperial los ataba. Una lucha brava, un retorno presuroso...y todo estaba quemado.
Sonaba la insistente melodía de una balalaika, y la canción al honor, cantada en voz grave por gente que nadaba en el vodka como un pez en el líquido elemento. Mañana acabaría todo. La vida de un cosaco era rápida, mortal y desesperada. Una lucha contra los elementos, dificil de llevar, si no era con el ímpetu, el arrojo y la valentía. Odiaba a los franceses, odiaba a los caprichosos príncipes Romanov, odiaba el frío de la estepa y las privaciones a las que estaba sometido. ¿Que esperar de esta vida perra?, se preguntaba una y otra vez. Y el músico tocaba cada vez más deprisa sus arcodes. Mañana acabaría todo, y los franceses lamentarían haber pisado el suelo de Rusia. Otra copa vacía, otra mirada inescrutable. A pesar de todo, se dijo, melancólico, la valentía no puede ocultar el dolor.
La marcha era lenta, las pesadas ruedas de los cañones se atascaban en el fango. Marchaban allí, poco abrigados para semejante temperatura, los otrora invencibles ejércitos del emperador Napoleón, que habían sometido nación tras nación en combate singular. Allí, la fiel infantería de línea, el puño del pequeño corso, marchaba al frente, y flanqueando en dos divisones al alto mando y al tren de bagaje, con caballería al frente y en la cola de la enorme columna.
El pequeño jinete escrutó la línea de árboles bajo su sombrero bicornio. Y, entonces, Napoléon los vió. Malditos locos estos rusos, pensó para sus adentros. Montando pequeños caballos esteparios que más que galopar, volaban, los cosacos, pintorescos e indisciplinados centauros, bigotudos y apestosos bajo sus uniformes llenos de polvo, nieve y barro, se echaban sobre el flanco de la columna, poniendo ya la lanza al bote. El pequeño corso dió las cortas pero tajantes ordenes. La compañía de fusileros giró disciplinadamente sus cuerpos hacia los jinetes bajo las ordenes de sus oficiales, dichas en buen francés. Todavía estaban lejos.
Sergei lo vió. Los franceses ya les apuntaban con sus fusiles, después de calar las bayonetas. Los granaderos de la guardia imperial aguardaban con las mechas encendidas. Cabalgaba y cabalgaba, a galope tendido, enchido sobre su montura, apretando los dientes y con ojos rabiosos. Chascaron los fusiles, y los esteparios cayeron a docenas. Las granadas rebotaban en el suelo antes de explotar, haciendo cayer a algunos jinetes de sus caballos ahora desventrados. Cayó su compañero, pasado por una bala de plomo. Sergei ni siquiera se compadeció para sus adentros, solo cabalgó más deprisa. Sonaba de nuevo la balalaika en sus oidos, cada vez más fuerte. Se acercaba, y caían más compañeros. La bala de un fusil le alcanzó el vientre, pero la encajó bien, apretando los dientes. La vida era una mierda, y solo sentía rabia. Cabalga, cosaco del Don, resonaba en sus oidos. Y la balalaika sonaba ya tan fuerte y tan deprisa, que enloqueció de rabia. Vió a su objetivo, justo antes de chocar contra las líneas francesas: era un pequeño oficial, montado en su caballo tordo y de cara regordeta.
Una bayoneta buscó herir a su caballo, pero él respondió bajando la lanza contra la cara del pequeño y afeitado francés. El soldado cayó de espaldas, mientras el caballo del cosaco lo pisoteaba. Cantó el acero del sable al salir de la vaina, esparciendo heridas a diestro y siniestro mientras se abría paso por los franceses, aplastándolos y arrollándolos. Le hirió otra bala, el hombro derecho, y el filo de una bayoneta rasgó su pantalón y sajó la carne del muslo en una herida que sangraba profusamente. Pero siguió cabalgando. Entonces, vió la cara del pequeño oficial, una cara de asco y desprecio, mientras apoyaba una mano en la empuñadura de su sable.
Cabalgó de nuevo, pasando la línea francesa, eludiendo a un granadero montado de la guardia, que giraba grupas intentando darle alcance. Y entonces, la balalaika dejó de sonar en su cabeza, y todo pasó deliberadamente lento ante sus ojos. Fué herido en el pecho de otro balazo, mientras alzaba el sable con la diestra, gritando con rabia. Salieron minúsculas gotas de sangre de su boca al abrirla, estaba destrozado, pero no muerto todavía, y su endiablado caballo seguía cabalgando como el viento.
Napoleón desenvainó su sable. Ya estaba cerca, solo eran unos cuantos metros, podía oler el miedo del oficial, nunca antes tan cerca de tan impetuoso final. Y con un gesto rápido, el capitán que se encontraba junto al emperador, sacó una pistola de su abrigo, varios soldados se dieron la vuelta, abriendo fuego contra el cosaco. El pistoletazo le dió en la frente, las balas de mosquete derriban el caballo a los pies del emperador.
Y entonces, el corso, sonriendo al ver que todos los desarrapados esteparios habían caido tras tan suicida carga, dedicó una última mirada al cuerpo inerte del jinete derribado.
-Valiente fuiste, cosaco del Don-sentenció.