Ved éste fragamento de una novela de Enrique de Diego titulada " La lanza templaria", me ha parecido especialmente escalofriante y bestial ..
Los Almogávares, guerreros despiadados de la frontera de la Corona aragonesa con Al Ándalus
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"...En efecto, los almogávares parecían contentos de estar ante un enemigo superior, tan lejos de su lugar de origen, y hacían aspavientos con significado claro: se daban ánimos unos a otros. Luego formaron a la carrera una delgada fila. Desenvanairon sus cuchillos –los que sus antepasados, y quizás aún ellos, utilizaban para desangrar y deshollar a los borregos-, enarbolaron sus cortas lanzas, y empezaron a golpear de filo contra las piedras, haciendo saltar chispas. El griterío era de una bestialidad primitiva. Salido de las entrañas de la desesperación. De gargantas que nada esperaban de la vida y aspiraban sólo a la victoria o a la muerte en combate.
-¿Qué aullan? –preguntó Luigi.
Las voces se acompasaron al unísono:
-¡Desperta ferro! ¡Desperta ferro! ¡Desperta ferro!
-Ordenan a sus hierros que se despierten para el combate.
-Actúan como animales –indicó Luigi con desprecio. Están locos. Son demasiados pocos para sus contrincantes. Les harán picadillo. Ni tan siquiera llevan armadura ni escudo para guarecerse. Es un suicidio colectivo.
Comparando la desproporción de las fuerzas, el comentario de Luigi parecía razonable. El ejército señorial formaba ya en haces en lo alto de la colina. Caballeros de bruñidas armaduras. Caballos de gran alzada, con bellas gualdrapas. Largas lanzas con los colores de cada señor presente en la lid. Alarde impresionante.
-Un hombre que no teme a la muerte no debe ser despreciado como guerrero. Las armaduras ofrecen resguardo, mas restan movilidad. Y la armadura también es un parapeto tras el que se esconde el temor a la muerte.
-Os digo que no tienen ninguna posibilidad. Creo que nos vamos a ahorrar el dinero. Ya no será necesario.
-Callad. El clarín ha dado la orden de avance.
La caballería empezó a descender por la ladera. El movimiento de las tropas fue recibido con bizarra alegría por los almogávares, quienes insistían en gritar a sus armas para sacarlas definitivamente de su modorra. Sus hierros estaban despiertos y sedientos.
Álvar conocía bien los movimientos. Su corazón se aceleró. Los haces se pusieron al trote. El suelo retumbó. Se generalizó el griterío. Fue cuando la caballería se puso al galope, destellando al tibio sol corazas y yelmos, cuando, temerarios, los almogávares iniciaron su veloz carrera, blandiendo sus cortas lanzas.
-¿Qué hacen? –preguntó, sorprendido, Luigi. Los arrollarán.
Iban directos hacia la primera fila de la caballería, como si quisieran chocar con ella. Los jinetes asieron, fijando en sus sobacos, sus lanzas y se inclinaron hacia adelante para dar más fuerza a su acometida. Los almogávares seguían corriendo, con sus extraños gritos de ánimo a sus armas para que hicieran una carnicería.
Estaban ya muy cerca unos de otros, cuando los otrora pastores se flexionaron, extendieron hacia atrás sus brazos, y lanzaron con toda la fuerza de que eran capaces sus jabalinas. Salieron como rayos hacia las cabalgaduras. Aprovechando la velocidad imprimida por su fuerza, y la de las caballerías, los hierros desgarraron las hermosas gualdrapas y mordieron en las carnes de los jumentos. Estos se desmoronaron con estrépito, lanzando al aire la pesada carga que soportaban. Los caballeros, presos en sus corazas, salieron volando para magullarse contra el suelo, entre lamentos. Los almogávares se habían aproximado tanto, que, al menos uno de los caballos, arrolló en su caída a su verdugo. Mermada la primera fila, quienes venían detrás tropezaron, en tumulto, con los caballos agonizantes, mientras los haces siguientes se refrenaban. Gritos pavorosos de victoria salieron de las gargantas de los almogávares. Parecían lobos dándose un festín de ovejas indefensas. Con agilidad felina, recorrían la pradera, rematando a los caídos. Era movimiento rápido, rutina de matarife. Asían al caballero por el brazo izquierdo, lo alzaban separándolo del cuerpo y hundían, por el hueco que dejaba libre la armadura, su cuchillo hasta la empuñadura, pinchando el corazón del adversario atrapado en su ataud metálico. Se oían peticiones lastimeras de clemencia de los caídos. Resultaba fácil y terrible imaginarse el pavor de los rostros tras los yelmos. El último grito retumbaba antes de que saltara incontenible el chorro de sangre. Aquellos jóvenes guerreros, poco antes ansiosos de proeza, eran sacrificados al uso de la matanza de los cerdos. Luigi enrojeció de ira. Álvar contemplaba aquella forma salvaje de combatir. Corrió por la pradera hedor a miedo ancestral. Subió y se apoderó del ejército empenachado. Temblaron las filas, mientras se retiraban los supervivientes. Recobraron el ánimo y les nació un deseo de desquite. Lanzaron a sus monturas al ataque, para coger a los almogávares entretenidos en plena matanza.
-Mirad. El río.
Una crecida de agua desbordaba el cauce y anegaba la pradera.
-No son tan locos. Han embalsado el riachuelo. Inundado el campo, los caballos no podrán moverse. Cada coraza es una mortaja.
Ciegos por el deseo de venganza, limitada su visión por sus yelmos, caballos y caballeros no cejaron cuando las pezuñas levantaron surtidores a su paso. Mas tal era el peso que cada vez la cabalgada se hizo más costosa y lenta, hasta quedar muchos atascados en el suelo resbaladizo y enfangado...
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